Según el ocultista Gérard Anaclet Vincent Encausse, conocido como Papus, «los antiguos utilizaban dos tipos de talismanes: los individuales y los sociales, destinados a alejar el mal influido por según qué colectividades». Para estos últimos las catedrales, iglesias o ermitas desempeñan un papel considerable. La creencia que se tiene sobre que hay objetos que pueden «repeler» a los «malos espíritus», «males de ojo», etc., o simplemente, atraer a lo bueno lleva junto al hombre desde las más primitivas civilizaciones.
Para empezar, debemos explicar la diferencia entre Talismán y Amuleto, los cuales, aun teniendo la misma finalidad no comparten un proceso inicial. El término «amuleto» procede del latín amuletum, que se utiliza para designar un objeto que protege a las gentes contra las enfermedades. Existe en él siempre un sentido profiláctico, que evitaría el mal o atraería la buena suerte. Los amuletos poseen unas propiedades mágicas adjuntas, es decir, son objetos naturales como: fósiles, pequeñas tallas de madera, minerales o cristales naturales, que son apreciados por su forma, color o rareza y que se les presupone unos poderes para evitar todo tipo de males.
El amuleto, en su estadio más elevado, es el «Talismán», término de origen incierto, que puede estar en la palabra hebrea tseiem, imagen. La diferencia estriba en que el talismán, a diferencia del amuleto, es un objeto de manufactura humana realizado de forma intencional por una razón concreta asociada al propósito o voluntad de su creador, siendo este quien deberá cargarlo de poderes mágicos en forma de ritual o encantamiento.
Una de las formas más comunes de realizar un Talismán en la Edad Media la tenemos nuevamente por medio de Papus:
«A menudo leemos en los viejos libros mágicos que para escribir las oraciones mágicas o para dibujar los signos jeroglíficos de los talismanes, hace falta pergamino. También los antiguos preparaban estos pergaminos con materiales especialmente escogidos y pieles de animales».