Era la hora de la quietud y el silencio. Los hombres —y sobre todo el chamán— lo demandaban incluso de los animales domésticos que solían vagar y alborotar alrededor de las casas y dentro de los cercados; en estas horas ceremoniales y casi sagradas buscaban la oscuridad de sus nidales y guaridas, se desplomaban sobre el templado suelo y dormitaban silenciosamente, sin estridencias, para que los hombres de la aldea, reunidos en la gran tienda ceremonial que se alzaba en el centro de la misma, se dedicasen, bajo la dirección del hechicero, a la formación y recreación de las cosas de su espíritu, enriqueciéndolo con el conocimiento primario para unos, y la remembranza para otros, de las historias de los hechos de sus divinidades y de las de sus héroes y poderes —buenos y malos— espirituales.
Les decía el chamán con voz aflautada, que salía directamente de su laringe sin que apenas encontrara obstáculos en su camino hacia el exterior de su cuerpo, impregnada de la solemnidad y la seriedad que imponía el momento:
—La Luna, como el Orbe de Luz Nocturna celestial, es la que se encarga de iluminar la Tierra cuando el Sol, con todos sus beneficios y carencias, huye de nuestro lado y se esconde en su madriguera.
La concurrencia escuchaba con atención las hieráticas y nobles palabras del hombre sabio que resonaban a hueco dentro de aquella enorme sala, prácticamente vacía de utensilios y objetos sagrados de culto.
El hombre continuó hablando:
—La Luna es la encargada de complementar el papel diurno del Sol.
El jefe de la tribu, que estaba presente, se alzó en medio de la congregación. Medio hechizado pronunció solemnemente, más que nada para demostrar su superioridad y ante todo para que los guerreros jóvenes y los adolescentes que apenas sabían de la vida y de la muerte aprendieran: