Los nativos Americanos representaban lo sagrado con formas y rasgos de plantas y bestias. Esto indica el grado de sacralización que tenían esos elementos en la sociedad respectiva y el papel que jugaban en la comunidad.
Aun de manera literal esos vegetales y animales eran sagrados y revelaban la presencia de la divinidad en el mundo. Se trataba de teofanías, o sea la manifestación de la deidad a través de un ser o cosa cualquiera, en este caso una especie vegetal o animal que encarnaba determinados atributos divinos. Energías mágicas y misteriosas que cada ejemplar de la naturaleza posee en sí y despliega en el espacio, comunicándolas. Por cierto que esta concepción es válida para toda la América precolombina y sólo varían los animales o las plantas que sirven de vehículo a esas energías cósmicas (celestes, terrestres o del inframundo), ya que tal animal puede ser suplantado por este o aquel otro, así como tal o cual bebida ritual puede ser el producto de esta o aquella planta, pues a diferentes formas geográficas y distintos climas y alturas corresponden diversas especies botánicas y zoológicas, aunque debe señalarse que siempre el sentido esencial de los símbolos, los ritos y los mitos permanece idénticos a pesar de presentarse algunas veces de manera múltiple y aun aparentemente disímil.
Existen algunos elementos constantes en toda la extensión de la América precolombina referidos a las especies botánicas y zoológicas. Por un lado tenemos los símbolos, ritos y mitos relacionados con el cultivo del maíz, que como se sabe era un dios para la mentalidad indígena (recuérdese también que para los mayas el hombre del tiempo actual, el hombre de hoy, fue hecho de maíz).
De otro, la presencia de tres animales-símbolos que aparecen también en el Viejo Mundo y que suelen acoplarse en un solo complejo. Nos referimos al águila, la serpiente y el jaguar (tigre); a estas constantes nos referiremos posteriormente.
El tabaco es otra planta sagrada y ritual utilizada en la totalidad de las culturas americanas. Muchos ejemplos de la sacralidad de la flora y la fauna se encuentran por doquier en la bibliografía de los temas precolombinos y por cierto que esta reverencia del aborigen americano no se debía a una interpretación animista o exclusivamente a un temor supersticioso y menos aún a una devoción de esclavo por aquello que le daba el sustento material, sino a un respeto debido a la sacralidad de la naturaleza como expresión directa del acto creacional del que él mismo era partícipe.
Las civilizaciones tradicionales y los pueblos primitivos han tenido una imagen bien diferente de lo que hoy entendemos por el término naturaleza. No se trata de la deificación, en términos modernos, de lo natural; de un 'naturalismo' ni de un 'animismo' que sería su 'lógica' consecuencia. Los pueblos precolombinos como todos los pueblos tradicionales ven en el mundo y en la naturaleza una imagen de Dios, una irrupción perenne de lo infinito en lo finito y en la obra de la creación una constante teofanía. El hombre arcaico no se siente solo ni aislado en la naturaleza ni pretende ser su propietario.
Los animales, las plantas y hasta las piedras, así como los ríos, lagos y lluvias constituyen parte de su ser. Igualmente lo es el firmamento con sus variadas formas y las épocas y ciclos naturales de vida, muerte y resurrección ejemplificados por las estaciones del tiempo y los movimientos de los astros, a saber: la vida misma como un ritual perenne y una interrelación o entrecruzamiento de energías constantes, horizontales y verticales, espaciales y temporales. Razón por la que el mundo entero es un código que puede entenderse y leerse tanto en las configuraciones del cielo como en los símbolos que son las plantas y los animales. Sin duda, el símbolo vegetal más claro es el del árbol, o la planta en general, como representación de las energías cósmicas. Copa, tronco y raíces constituyen sus niveles aéreo, terrestre y subterráneo, equiparables a cielo, tierra e inframundo, como ya lo hemos indicado. Por otra parte, la planta, o el árbol, es un símbolo axial y vertical capaz de conectar estos diferentes niveles o mundos entre sí, y por lo tanto un medio de comunicación, un vehículo entre cielo y tierra.
Pero no sólo la planta es un signo claro y lleno de contenido, también lo es la agricultura, o sea el cultivo de las mismas y las etapas procesuales de su siembra, desarrollo y fructificación, las que también conforman un conjunto de símbolos, de secuencias ligadas a la idea de vida-muerte-resurrección presente en todos los mitos y ritos agrarios.
La planta de maíz ocupa en este sentido una situación central puesto que ensamblada en el meollo de las culturas americanas cumple una función esencial en el complejo mundo precolombino ya que es un testigo evidente del reciclaje e interacción constante de las fuerzas cosmogónicas, de las energías descendentes y ascendentes que se concentran en la semilla y se despliegan en la planta y su fruto: la mazorca. En otros términos, podría hablarse de una conjunción de principios o elementos.
El agua evidentemente se expresa por las lluvias al igual que el aire por el viento. El fuego presta su calor para que se genere la simiente en la matriz de la tierra. Igualmente en lo vinculado a los estados de la materia a partir del calor del fuego: sólido, líquido y gaseoso. Esta constante rotación y conjunción de opuestos se encuentra siempre presente en una concepción tradicional o arcaica. Por lo tanto el entero mundo y cualquier entorno se halla animado por espíritus invisibles que se expresan mediante símbolos y fenómenos visibles. En ese caso el alimento que se obtiene de la planta es también sagrado y por lo tanto un manjar nutritivo excelso, a tal punto que es fuente de vida para el hombre. Una planta mágica, o Arbol de Vida arquetípico que lo da todo continuamente sin esperar nada, verdadero regalo de los dioses a los humanos, quienes extraen su existencia de este sustento divino.
Se comulga con la divinidad cuando se come el maíz y la preparación de los distintos alimentos que con él se fabricaban antiguamente se efectuaba -y aún en algunas partes se efectúa- de modo ritual al igual que las etapas de su siembra y recolección.
La vida entera es para la mentalidad indígena un rito continuo, un show que cuenta entre sus protagonistas al sol, la luna y el séquito de planetas que en movimiento constante producen el día y la noche, las estaciones del año e influyen directamente en la vegetación y en sus cosechas como símbolos de las energías macho-hembra, activo-pasivo, cielo-tierra, lo que lleva a la fecundación prohijada por los dioses intermediarios y atmosféricos: el trueno, el relámpago y el rayo. Sus ritos, mitos y símbolos son, pues, emulaciones de esta danza que bailan los dioses, cuya expresión en el plano de la tierra es el despliegue espacial de lo manifestado. Las perpetuas demostraciones de la fertilidad y generación de la naturaleza son un constante asombro para el indio tradicional que reverencia en ellas la presencia de la sacralidad en cuya familiaridad vive de uno u otro modo sumergido. Sin embargo cada una de estas plantas significa una energía mágica y específica y desde ese punto de vista cumple una función diferente a las otras, es utilizada para distintos usos, porta su propio mensaje y es parte integral de la vida del hombre.
No hay en la mentalidad indígena un límite preciso entre el individuo y la naturaleza (tampoco entre lo natural y lo sobrenatural) en razón de la anteriormente enunciada interrelación e interdependencia de todas las cosas (entre ellas también dioses y hombres), realidad evidente y rasgo común a todos los pueblos y hombres tradicionales, los cuales no ponen énfasis en la individualidad de sus concepciones o personas sino en la universalidad del conjunto del que son parte constituyente, y viven en el perpetuo asombro del devenir y en la certeza de la trascendencia de un Gran Espíritu que se manifiesta por la totalidad de la naturaleza como imagen y expresión de lo sobrenatural.
Con respecto al símbolo animal diremos que éste es utilizado en todas las culturas y civilizaciones tradicionales conocidas, muertas o vivas. Para el propio Occidente el Zodíaco está compuesto de varios signos animales al igual que los calendarios mesoamericanos.
En el Cristianismo la asimilación de Jesús al pez, al cordero, al pelícano, etc. es frecuente. En forma invertida hay animales que son tabú en el sentido más estricto de este término y consecuentemente está prohibida la ingestión de sus carnes. Ejemplo de esto es el cerdo para las tradiciones judía e islámica. Tampoco es extraña a las tradiciones indígenas la idea de que formamos parte de un animal gigantesco que abarca la totalidad de las cosas, tal cual Itzám-Ná, dios de la mitología cosmogónica Maya, según ya lo hemos expresado.
En otras culturas americanas se repite esta imagen. También que los animales representan una energía llamada 'dueño' -o señor- de los animales. Los animales-símbolos se refieren a determinadas energías cósmicas. Para la simbólica precolombina este es el caso del complejo águila-serpiente-jaguar, y su integración en determinadas concepciones como la serpiente emplumada (dragones con alas y tigres, o leones alados, son frecuentes en varias tradiciones). Podríamos decir que en una cosmovisión como la indígena estas energías se interrelacionaban promoviendo el equilibrio armónico del mundo a través del desequilibrio y la desarmonía de las partes, o fuerzas.
El equilibrio de energías debía, a toda costa, establecerse a como diera lugar, aunque fuese por medio de la guerra. Eso explica las órdenes de caballeros águilas y jaguares o halcones y pumas en México y Perú, y las batallas rituales que llevaban a cabo (la 'guerra florida' mesoamericana), pues ellas eran símbolos de las fuerzas cósmicas en continua interacción y por lo tanto en constante oposición y fricción. En términos generales el águila representa las posibilidades de lo aéreo y celeste; la serpiente al elemento intermediario o tierra (aunque hay que remarcar la existencia de una serpiente celeste); el jaguar es asimilado invariablemente a las energías bestiales, al punto de hacer de él un dios del inframundo. Sin embargo la piel del jaguar es igualmente el firmamento y sus manchas son las estrellas, las que a su vez son los ojos de los animales invisibles de la noche.
Igualmente en la piel de la serpiente mesoamericana están inscriptos todos los secretos cosmogónicos (como en el caparazón de la tortuga, para los chinos) y por lo tanto es un símbolo sagrado evidente. Esta interrelación entre animales terrestres, del inframundo, y bestias celestes es clara en las tradiciones americanas y parece como normal y establecida. Eso se debe a que para los precolombinos los dioses del cielo y los del inframundo son los mismos, pero invertidos, y descienden y ascienden por un idéntico eje vertical. Los hindúes pensaban de igual modo puesto que los asura, no son sino devas 'caídos'. En igual sentido se expresan las angeologías judaica, cristiana e islámica.
Para los Aztecas la diosa Xochiquetzal, encarnación del amor, la vegetación, las flores y la fecundidad, habitaba en el noveno cielo, el Tamoanchan o paraíso mítico. Era la esposa o contraparte femenina de Tlaloc, dios de las aguas. Como lluvia descendía a lo más hondo de la tierra, a la descomposición y transformación que caracteriza al país de los muertos, mundo subterráneo donde reina Tezcatlipoca, el cual la rapta, para liberarla luego restituyéndola a su morada celeste. Es, pues, una diosa descendente-ascendente, a la que también le toca representar el papel gestor de la fecundación de la tierra por las aguas y la del constante reciclaje de la vida simbolizada por la regeneración de la naturaleza patentizada también en todos los ritos agrarios.
Esta relación entre cielo-tierra, tierra-cielo, se establece por intermedio del aire, la lluvia y otras deidades atmosféricas y de la tormenta (trueno, rayo, relámpago) directamente ligadas a ellos. Debe señalarse al viento como transformador y emisario de la resurrección vegetal. Pero de ninguna manera son sólo eso las deidades correspondientes al viento. El aire también transporta el sonido e igualmente el polen y las semillas de las plantas. Pero por sobre todo es el símbolo del espíritu, el aliento, o el soplo vital, e inclusive de la palabra, y en este sentido debe recordarse al verbo como vehículo creacional y generativo, presente en numerosas tradiciones universales y también mencionado en varias de la América Antigua, especialmente cuando se comprende que ese verbo no es otra cosa que el logos griego. En todo caso, el viento como gestor de la fertilidad de la tierra interviene perennemente en el acto creacional, precediendo a las lluvias que son su consecuencia.
Entre los animales sagrados indoamericanos deben destacarse especialmente las aves por su contenido mítico y ritual. En efecto, las representaciones de aves simbólicas y en particular la utilización de sus plumas tanto en tocados como en otras manifestaciones de la vida cultural, se encuentran extendidas en toda la superficie del continente. Es conocida la importancia de las plumas de águila entre los indígenas de Norteamérica y México, y las de los lujosos animales tropicales en Centroamérica, el Caribe y la Amazonia. Esta presencia e importancia de la pluma es notoria en el sur del continente, y se le suele asociar con la belleza, a la par que con el arrojo de las actividades guerreras, e ideas de vuelo y pensamientos imaginativos o sublimes, lo que es claro en el ejemplo de la flecha. Debe decirse aquí que esta arma no está vista sólo como artefacto apto para la caza o la batalla -actividades que son sagradas para un pueblo tradicional y arcaico- sino como símbolo intermediario o mensajero entre tierra y cielo, función expresamente atribuida a las aves y pájaros en general, y por extensión a todas las plumas, como las que dan direccionalidad al vuelo de las flechas.
Para la mentalidad precolombina estas últimas son capaces de fecundar la tierra, por lo que las gotas de lluvia que el viento promueve son asimiladas física y metafísicamente, como en otros pueblos, al semen celeste. Por otra parte, la simbología zoomorfa es fundamental para la mentalidad indígena que ve en los animales vehículos o intermediarios entre el hombre y el espíritu y por lo tanto vínculos entre el ser humano y la deidad, a los cuales pueden dirigirse súplicas por su propio carácter. Inversamente los númenes se expresan por su mediación y ellos son portadores de mensajes, los que se reciben en visión o en la simple vigilia.
Los animales guardan en su intimidad algo de la pureza del que los creó y en ese sentido se encuentran cerca de Él, y el hombre puede aprovechar su energía para establecer relaciones a su través con aquél que ellos inversamente representan, ya que ellos son sus mensajeros y en sentido doble su función mediadora. Esto da lugar a una afinidad hombre-animal-dios, a tal punto que estos animales se identifican, por un lado, con ciertos aspectos de lo divino, y por otro con características humanas, a tal punto que los mismos indios consideran en sus tradiciones la existencia de un 'doble' o 'alter ego' animal: el nahual.
El Maíz "Cuando no había aún cielo ni tierra; cuando el mundo estaba oculto, cuando no habla cielo ni tierra, el jade precioso de tres puntas, el maíz, nació de la gracia... Entonces ocurrió el nacimiento de la primera piedra preciosa, el jade de la gracia, el maíz... Allí estaban sus cabellos: su divinidad le llegó al aparecer..." (Chilam Balam de Chumayel).
El maíz es una conjunción de lluvia y fuego, de energías ascendentes y descendentes que al equilibrarse producen la planta y su fruto, la vida y el alimento. En ese sentido, el maíz -como el cactus, como el árbol en general, según lo llevamos dicho- es igualmente un símbolo de la verticalidad del eje que une a cielo y tierra y por lo tanto se identifica asimismo con el hombre en cuanto éste es un signo de esta mediación y surge como resultado de la conjunctio oppositorum de dos energías cósmicas que porta en sí mismo.
Esta visión, y la domesticación consiguiente de la planta por el indio a la que cultiva desarrollando en ella una serie de potencialidades que estaban implícitas en su ser, es signo de la coparticipación hombre-naturaleza, complementación obtenida por medio de la inteligencia y el esfuerzo conscientes, propios del ser humano, que así se diferencia de las otras especies y cumple un papel intermediario en la creación, aunque esta función en el caso que nos ocupa -el paso de una comunidad de recolectores-cazadores a la pre-agricultura y de ésta a la agricultura o cultura del agro- no se puede llevar a cabo e imponer en vastas áreas que corresponden a pueblos diferentes sin que transcurra un largo número de años y asimismo una serie de dificultosas pruebas y trabajos. Es enorme la cantidad de conocimientos, relaciones y fatigas que deben conjugarse para que esto sea posible. Sin embargo una vez obtenido el logro, éste es tan increíble y maravilloso que adquiere por sí (y secundariamente por su uso y aplicaciones) categoría sagrada o divina. Ello se debe en última instancia a que en todos los mitos americanos del maíz éste aparece como entregado por los dioses a los hombres, lo que equivale a decir que les fue revelado en alguna noche de su tiempo mítico, manteniendo la vida de estos hombres receptores y generadores del maíz puesto que eran ellos los que lo sembraban y cultivaban físicamente, aunque su inspiración fuese divina. Eso sin considerar lo que la cultura del agro (ordenamiento del caos de la tierra), tan arduamente conseguida, promueve. Es decir, sus proyecciones generativas, o lo que crea de nuevo en la vida humana y sus manifestaciones culturales y sociales, lo cual se traduce necesariamente en términos históricos.
En una concepción mágico-religiosa como la indígena donde la vida es constantemente actual y los seres que participan en ella están siempre interesados en el presente, existen elementos y dioses que varían de significado en el correr del tiempo diario, o anual. Todo esto tiene que ver, sin duda, con los ciclos de vegetación que reflejan estos procesos y con los ritos y mitos agrarios que lo representan en forma simbólica. Así se distingue al sol del amanecer del de mediodía y el del ocaso. Lo mismo sucede con las distintas estaciones de la luna en su ciclo y con las aguas de lluvia, las que eran consideradas buenas o malas, maléficas o benéficas, según el mes del año, el día en el mes y la hora en el día en que se producían sus influencias, descargándolas, e igualmente con la energía del viento que se expresa a veces como tormenta y tornado y otras como alegres y perfumadas brisas.
Para los indígenas el tiempo está vivo -como el espacio- y las distintas formas y manifestaciones de la naturaleza, que ellos distinguen y conocen perfectamente, son fenómenos múltiples que reinciden a perpetuidad. Precisamente para ellos el saber está unido a este tipo de experiencias de la sacralidad de la naturaleza que la mentalidad indígena relaciona constantemente entre sí. Es lógico que un sistema tan amplio y complejo, en donde los distintos componentes se alternan de manera casi infinita, constituya un refinado instrumento de percepción.
En todo caso el registro de este enorme cúmulo de datos, o más bien de vivencias (que a veces sólo se distinguen por apenas un matiz), y su efectivización ritual cotidiana, daría a los indios americanos un caudal de imágenes y sutilezas de todo tipo (las que han apreciado los investigadores en las lenguas nativas) que, desde luego, no es lo que interesa a los habitantes de nuestras grandes ciudades, adictos a la simplificación, al compromiso televisivo y a la labor productiva agrícola masiva. Por cierto que el pensamiento indígena es cualitativo y no cuantitativo como el de la sociedad en que vivimos. Y precisamente el maíz es desde este punto de vista el símbolo más granado de la cualificación de la naturaleza por medio de la participación activa y directa del hombre.
Aunque queremos señalar que el cultivo de la planta no se generó en términos de producción cuantitativos porque esta posibilidad no cabe en una mentalidad de tipo arcaico. La cualidad puede engendrar la cantidad, pero la cantidad, por definición, es limitativa y relativa. Vemos entonces que el maíz es un tema central en la vida y en la simbólica de las culturas precolombinas.
En los tres códices mayas que han sobrevivido, el Dios del maíz, o Dios de la agricultura, aparece noventa y ocho veces según Morley, el cual afirma: "Se le representa siempre como un joven y algunas veces con una mazorca de maíz como ornamento de la cabeza". Queremos destacar aquí esta representación de la juventud perenne del maíz en el sentido de que éste nunca muere; de la inmortalidad de la generación. En los mitos creacionales náhuatl Quetzalcóatl es quien revela a los humanos el secreto y les entrega el maíz después de haberlos creado. Los aztecas llamaban Centéotl a esta deidad del maíz, y en su honor realizaban sus fiestas rituales. Asimismo la adivinación (pensar en el sentido etimológico del término) se efectuaba en América empleando como intermediarios a los granos de maíz, a los que también se utilizaba como medio de conteo para determinados cálculos rituales. Igualmente en Suramérica el maíz fermentado constituía una bebida sagrada: la chicha.
Es interesante también observar cómo se planta el maíz, pues cada semilla debe ser introducida en un hoyo que se abre -y luego se cierra- para ello, y no se siembra como otros cereales al 'boleo'. Los antillanos consideraban a la coa, el instrumento con que abrían la tierra para introducir la semilla, un equivalente del falo humano, muchas veces relacionado con el símbolo de la serpiente. Debe igualmente mencionarse la similitud entre los dientes del maíz y los dientes humanos. Dicho de otra manera: entre lo devorado y el devorador, lo que viene a corroborar de modo definitivo, para una mentalidad analógica, que el maíz es el alimento por excelencia, ligado al hombre por una afinidad evidente también presente en el 'pelo' del maíz, al que se considera como su áurea cabellera.
Del mismo modo, creemos que es útil recordar los distintos colores de los diversos tipos de mazorca y su relación con los colores cosmogónicos de cada cultura indígena. Para los Mayas, la semilla es introducida por el hombre y luego trabajada por los nueve señores del inframundo, a los que se agregan los trece de 'arriba', que le dan vigor a la planta de maíz, por intermedio de las lluvias para que éste pueda ascender a la superficie de la tierra. En este sentido, los mitos, ritos y símbolos relacionados con la agricultura en general -y en este caso con el maíz en especial- configuran una imagen de los pasos del proceso iniciático (preparación del adepto, descenso a los infiernos, pruebas y muerte y posterior resurrección, crecimiento y fructificación). Esto es así porque ambos procesos participan de la misma creación cósmica, del idéntico modelo universal, válido para toda generación, a la que estos procesos igualmente simbolizan. Recordemos una vez más que para las culturas precolombinas la vida es mágica y se expresa por la sacralidad de la naturaleza.
Magia es advertir y comprender la generación, estudiar el crecimiento de una planta o los movimientos animales del cielo. Y sobre todo la correspondencia de estos ciclos vitales y su complementación produciendo la armonía universal. Los hombres de hoy solemos pensar en el creador como un misterio, (y tal vez algunos de nosotros en el misterio de lo increado), pero a veces olvidamos el perfecto misterio de la creación, de la criatura siempre viva.
El maíz es tal vez una de las encarnaciones más evidentes de la energía que produce ese misterio, y era tomado como un prototipo asombroso de la generación, lo que asimismo expresa el grado de conocimiento y la cultura del agro americana.
Para finalizar, anotaremos que los pueblos nómades y recolectores en su marcha son asimilados al tiempo y a su proyección espacial. Su simbolismo es animal, mientras que el de los sedentarios es vegetal, pese a que conservan también los signos animales. Esto se debe al distinto tipo de existencia que ambos llevan y por lo tanto a la forma en que viven el mundo, lo cual está presente en su modo de expresar la cosmogonía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario