Nunca había deseo por el engrandecimiento territorial o el derrocamiento de una nación hermana. El hombre que mataba a otro en batalla tenía que guardar luto durante treinta días, pintando su cara de negro y soltándose el cabello, según la costumbre. Por supuesto que él no consideraba pecado el arrebatar la vida de un enemigo, y este luto ceremonial era en señal de reverencia por el espíritu difunto.
Él no intentaba escapar o evadir la justicia. Que el crimen fuese cometido en las profundidades del bosque o a altas horas de la noche, sin ojo humano que lo atestiguara, no marcaba diferencia alguna en su mente. No dudaba en entregarse para ser enjuiciado por los ancianos sabios del clan de la víctima. El asesinato intencional era un suceso raro antes, porque no era un pueblo violento ni pendenciero.
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