LOS AVA Y SU MODO DE VIDA
Los guaraníes o AVA, como ellos mismos se denominaban, definieron y caracterizaron culturalmente un singular espacio geográfico, siguiendo los cursos de los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay.
El guaraní prefirió, para la instalación de sus aldeas, los terrenos ubicados sobre las riberas de los grandes ríos, arroyos y lagunas de la región. Eran los sitios más propicios para la pesca y la caza, para la recolección del ñai’û o arcilla para la cerámica, y fundamentalmente para el aprovechamiento de la fértil capa de humus en las labores hortícolas, mientras que el monte cercano ofrecía sus frutas silvestres y abundante madera.
El guaraní prefirió, para la instalación de sus aldeas, los terrenos ubicados sobre las riberas de los grandes ríos, arroyos y lagunas de la región. Eran los sitios más propicios para la pesca y la caza, para la recolección del ñai’û o arcilla para la cerámica, y fundamentalmente para el aprovechamiento de la fértil capa de humus en las labores hortícolas, mientras que el monte cercano ofrecía sus frutas silvestres y abundante madera.
El guaraní conocía y visualizaba con claridad su hábitat geográfico, se sentía parte de él. Su propia lengua identificaba con toda lucidez, con nombres propios, ríos, arroyos, lagunas, cerros, montes, sitios significativos y otros de orden mitológicos.
La aldea o TÁVA instalada, por ejemplo junto a la laguna del IBERÁ (YVERA), no constituía un hecho poblacional aislado. Era parte de una amplísima red intercomunicada por caminos o TAPE. En este ámbito las relaciones se establecían por el parentesco, o pro alianzas circunstanciales de carácter ofensivo defensivo. El guaraní conocía la existencia de los cazadores - recolectores que deambulaban en torno de su ámbito geográfico, sabía de la existencia del imperio Inca y de sus características, y había llegado inclusive hasta sus fronteras. Tampoco se les escapaba el conocimiento de la existencia del océano Atlántico. La geografía guaraní era un espacio racionalmente administrado. En él se conjugaban el hombre y la naturaleza en un armonioso equilibrio. Esto era sentido así por el guaraní. Lo que quedaba fuera de aquella geografía pasaba a ser la "TIERRA DEL OTRO", del no guaraní.
UN MODO DE VIVIR Y DE PRODUCIR
Los guaraníes habitaban en aldeas compuestas por tres o cuatros grandes casas comunales. Cada una de ellas contenía a todos aquellos que se hallaban relacionados por vínculos de parentesco, de tal modo que algunas podían albergar hasta un centenar de personas.
Los lazos de parentesco actuaban como ordenadores de la estructura social y económica de los guaraníes. Cada casa comunal representaba un te’'ýi (parentesco, linaje) formado por todos los descendientes de un antepasado común con sus respectivas mujeres. Cada te’ýi poseía un jefe y toda la actividad económica productiva se organizaba en función del te’'ýi. Dicha organización se basaba en el concepto de reciprocidad en el trabajo y en la disponibilidad de bienes.
La reunión de varios te’'ýi formaba un tekoha (residencia). La reunión no era arbitraria, sino producto de algún lazo de parentesco, generado por ejemplo por el casamiento de un varón de un te’'ýi con una mujer perteneciente a otro. Entonces se formaba un táva, es decir la aldea o pueblo.
PAYE (PAJE)
El paye era un personaje respetado entre sus pares. Conocedor profundo de la herboristería, tenía carácter de médico del cuerpo y del espíritu. Luego de la conquista se creía que era portador de poderes portentosos, capaces de inclusive de causar la muerte de alguna persona, de hablar con los espíritus de los muertos, de cambiar el curso de los ciclos de la naturaleza, de provocar o curar enfermedades. A diferencia del cacique, cuyo poder era temporario, el paye se imponía al grupo por si mismo. El consumo de hierbas y hongos de propiedades alucinógenas era utilizado por el paye y generaba una atmósfera irreal que arrastraba a los integrantes de la comunidad a vivenciar experiencias semejantes a los de tipo místico.
Una de las funciones del cacique era de administrar el trabajo comunitario y de distribuir equitativamente los bienes del consumo. Existía una división del trabajo por sexo. La preparación de la cerámica era, por ejemplo, una tarea exclusiva de las mujeres, como la de plantar e hilar los lienzos. El varón era básicamente pescador, cazador, recolector y guerrero.
El concepto de la propiedad privada de los bienes no existía en la sociedad guaraní. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas, el producto de la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran distribuidos solidariamente entre todos los miembros del te’ýi. Solamente algunos pocos bienes podían ser considerados como personales, tal el caso de las armas, las hamacas, algunos utensilios de cerámica. La tierra era considerada como un bien del que se podía disponer pero sobre el cual nadie podía pretender derechos de propiedades exclusiva. Eran comunitarios la tierra cultivable, las fuentes de abastecimiento de agua, el monte y la selva, con todos sus recursos aprovechables.
LA DIVINIDAD, EL UNIVERSO Y LA MUERTE
La faceta espiritual del guaraní constituye uno de los aspectos más llamativos y atrayente de su cultura.
Desde el mismo momento de la conquista hispánica, llamo la atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que los guaraní no poseyeran templos, ni ídolos o imágenes para venerar, ni grandes centros ceremoniales.
No dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. La verdad era otra, la religiosidad existía y era profundamente espiritual, a tal punto de no necesitar de templos ni de ídolos tallados.
Ñanderuvusu, nuestro padre grande, o Ñamandu, el primero, el origen y principio, o Ñandejara, nuestro dueño, eran los nombres que hacían referencia a una divinidad que era concebida como invisible, eterno, omnipresente y omnipotente. Una entidad espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los hombres, por ejemplo bajo la forma perceptible de TUPÂ, el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñamandu no era el dios exclusivo de los guaraníes, era el dios padre de todos los hombres.
Frente a Ñamandu, el padre bondadoso, el dador de vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de la realidad espiritual, el MAL, expresado en el concepto de Aña. Esta fuerza maléfica era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida no eran la perfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. La vida del hombre era un andar hacia aquel sitio, al que se podía llegar luego de la muerte física, y en algunos casos excepcionales corporalmente, sin pasar por el trance de la muerte. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (océano Atlántico). Esta creencia en la Tierra sin Mal generaba periódicamente grandes migraciones en su búsqueda, inspiradas por el mesianismo de algunos chamanes o paye.
Creían en la inmortalidad del espíritu y en el hecho de que la muerte consistía en el acto por el cual el alma o anguera abandonaba el cuerpo físico ya sin vida o te’ongue.
Muerto el individuo, sus familiares procedían a la destrucción de todas aquellas pertenencias del mismo que pudieran retenerlo indebidamente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por simpatía hacia algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba en un angueru o alma en pena. El angueru o anguera inclusive, podía manifestarse a los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma.
El difunto era enterrado en un japepo, una vasija de cerámica de dimensiones considerables. El japepo no tenía una utilización específicamente fúnebre sino que cumplía múltiples funciones.
Concebido por las manos alfareras de la mujer guaraní, servia para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las bebidas alcohólicas y para servirlas en los agasajos, y luego finalizaba convertido en urna funeraria.
Existían dos formas de tratar al cadáver. Una consistía en dejar abandonado el cuerpo del difunto durante algún tiempo prudencial en el monte, para que sufriera el proceso del descarne. Luego, los huesos eran recogidos y depositados en el interior del japepo. Otra forma era la de introducir el cadáver completo en el interior de la urna, acomodándolo en una posición fetal.
La urna era enterrada en el mismo sector que ocupaban las viviendas. Junto al japepo se depositaban otras pequeñas vasijas cerámicas que contenían alimentos y bebidas, ya que se consideraba que en sus primeros estadios de desprendimiento del mundo terrenal, el alma aún conservaba ciertas apetencias humanas.
EL SER GUERRERO. UNA CONDICIÓN VITAL
El pueblo guaraní poseyó desde un inicio, un carácter intrusivo en la región platense. Su entrada fue violenta y determinó una existencia constantemente ofensiva y defensiva respecto a las poblaciones aborígenes no guaraníes que habitaban la región.
Los ataques se realizaban en forma masiva. Previo al ataque, sé hacia caer sobre las fuerzas adversarias una lluvia de flechas y piedras. Luego venía la embestida directa con lanzas, macanas o garrotes. La crueldad con los vencidos era extrema. Algunos de los prisioneros eran reservados para esclavos, mientras que otros lo eran para ser comidos en banquetes rituales. La antropofagia era una práctica común entre los guaraníes. Se consideraba que al ingerir la carne del enemigo vencido, existía una apropiación del valor y de las virtudes guerreras del mismo.
LA COTIDIANIDAD DEL GUARANÍ
La unión entre el varón y la mujer no tenía un carácter sacramental entre los guaraníes. Era simplemente una forma institucional de ampliar los lazos de parentesco y de consolidar el sistema de reciprocidad productiva, económica y defensa. Por este motivo, entre los caciques la poligamia era de práctica común, ya que con ella ampliaban e incrementaban su poder político y económico.
El guaraní se refería a su lengua como el avañe’e, el habla de la persona o del hombre. El lenguaje era concebido como una fuerza creadora, capaz de transformar y hacer surgir realidades. Según la mitología guaraní, el mismo Ñamandu había creado el avañe’e cuando por medio de las "palabras almas" había creado el mundo.
Por su condición de agricultores, los guaraníes eran un pueblo básicamente vegetariano. La carne ocupaba un lugar secundario en la alimentación y dependía de la cacería de animales, aves silvestres y de la pesca. Consumían también el tambu, una larva que se desarrolla en los tallos de las palmeras. La producción agrícola era muy variada, destacándose el maíz (avati), la mandioca (mandi'o), el zapallo (kurapepê), el tabaco, la batata dulce (jety) y una gran variedad de porotos (kumanda). Otros productos eran obtenidos directamente del monte o selva, tal el caso de las hierbas medicinales, frutos como el guajabo (arasa), la piña o ananá (avakachi) y la yerba mate(ka'a).
El guaraní paraguayo
La lengua guaraní pertenece a la familia lingüística guaraní - tupí que comprende lenguas que se hablaban en la América precolonial por pueblos que vivían al este de la Cordillera de los Andes, desde el mar Caribe hasta el Río de la Plata y son habladas hoy en día tanto por poblaciones integradas a la sociedad de sus respectivos países como por etnias que preservan todavía sus culturas autóctonas: Paraguay, Norte Argentino, Bolivia y Brasil.
Se pueden diferenciar tres variedades de guaraní casi ininteligibles entre sí: el misionero o jesuítico; el tribal y el guaraní paraguayo.
El guaraní misionero se habló en el área y tiempo de influencia de las misiones jesuíticas, entre 1632 y 1767, despareciendo definitivamente para 1870, pero habiendo dejado importantes documentos escritos.
El guaraní tribal es hablado por cinco o seis etnias asentadas dentro del territorio paraguayo y limitadas geográficamente: Chiriguanos, Tapiete, Paî Tavyterâ, Avakatuete o Ava Chiripa, Mbya y Ache Guayaki.
El guaraní paraguayo es hablado por casi la totalidad de la población del país (94%), éste depende generalmente de la ubicación urbana o rural de los hablantes, siendo variable el grado de pureza y de riqueza del léxico. En los centros urbanos y principalmente en la capital se habla el jopara (mezcla de guaraní y español pero con estructura del guaraní) muchas veces considerado como tendencia hacia una tercera lengua.
El concepto de la propiedad privada de los bienes no existía en la sociedad guaraní. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas, el producto de la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran distribuidos solidariamente entre todos los miembros del te’ýi. Solamente algunos pocos bienes podían ser considerados como personales, tal el caso de las armas, las hamacas, algunos utensilios de cerámica. La tierra era considerada como un bien del que se podía disponer pero sobre el cual nadie podía pretender derechos de propiedades exclusiva. Eran comunitarios la tierra cultivable, las fuentes de abastecimiento de agua, el monte y la selva, con todos sus recursos aprovechables.
LA DIVINIDAD, EL UNIVERSO Y LA MUERTE
La faceta espiritual del guaraní constituye uno de los aspectos más llamativos y atrayente de su cultura.
Desde el mismo momento de la conquista hispánica, llamo la atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que los guaraní no poseyeran templos, ni ídolos o imágenes para venerar, ni grandes centros ceremoniales.
No dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin ningún tipo de creencias religiosas. La verdad era otra, la religiosidad existía y era profundamente espiritual, a tal punto de no necesitar de templos ni de ídolos tallados.
Ñanderuvusu, nuestro padre grande, o Ñamandu, el primero, el origen y principio, o Ñandejara, nuestro dueño, eran los nombres que hacían referencia a una divinidad que era concebida como invisible, eterno, omnipresente y omnipotente. Una entidad espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los hombres, por ejemplo bajo la forma perceptible de TUPÂ, el trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñamandu no era el dios exclusivo de los guaraníes, era el dios padre de todos los hombres.
Frente a Ñamandu, el padre bondadoso, el dador de vida y sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra dimensión de la realidad espiritual, el MAL, expresado en el concepto de Aña. Esta fuerza maléfica era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida no eran la perfección. Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. La vida del hombre era un andar hacia aquel sitio, al que se podía llegar luego de la muerte física, y en algunos casos excepcionales corporalmente, sin pasar por el trance de la muerte. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes. Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia el este, más allá del Gran Mar (océano Atlántico). Esta creencia en la Tierra sin Mal generaba periódicamente grandes migraciones en su búsqueda, inspiradas por el mesianismo de algunos chamanes o paye.
Creían en la inmortalidad del espíritu y en el hecho de que la muerte consistía en el acto por el cual el alma o anguera abandonaba el cuerpo físico ya sin vida o te’ongue.
Muerto el individuo, sus familiares procedían a la destrucción de todas aquellas pertenencias del mismo que pudieran retenerlo indebidamente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por simpatía hacia algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba en un angueru o alma en pena. El angueru o anguera inclusive, podía manifestarse a los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma.
El difunto era enterrado en un japepo, una vasija de cerámica de dimensiones considerables. El japepo no tenía una utilización específicamente fúnebre sino que cumplía múltiples funciones.
Concebido por las manos alfareras de la mujer guaraní, servia para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las bebidas alcohólicas y para servirlas en los agasajos, y luego finalizaba convertido en urna funeraria.
Existían dos formas de tratar al cadáver. Una consistía en dejar abandonado el cuerpo del difunto durante algún tiempo prudencial en el monte, para que sufriera el proceso del descarne. Luego, los huesos eran recogidos y depositados en el interior del japepo. Otra forma era la de introducir el cadáver completo en el interior de la urna, acomodándolo en una posición fetal.
La urna era enterrada en el mismo sector que ocupaban las viviendas. Junto al japepo se depositaban otras pequeñas vasijas cerámicas que contenían alimentos y bebidas, ya que se consideraba que en sus primeros estadios de desprendimiento del mundo terrenal, el alma aún conservaba ciertas apetencias humanas.
EL SER GUERRERO. UNA CONDICIÓN VITAL
El pueblo guaraní poseyó desde un inicio, un carácter intrusivo en la región platense. Su entrada fue violenta y determinó una existencia constantemente ofensiva y defensiva respecto a las poblaciones aborígenes no guaraníes que habitaban la región.
Los ataques se realizaban en forma masiva. Previo al ataque, sé hacia caer sobre las fuerzas adversarias una lluvia de flechas y piedras. Luego venía la embestida directa con lanzas, macanas o garrotes. La crueldad con los vencidos era extrema. Algunos de los prisioneros eran reservados para esclavos, mientras que otros lo eran para ser comidos en banquetes rituales. La antropofagia era una práctica común entre los guaraníes. Se consideraba que al ingerir la carne del enemigo vencido, existía una apropiación del valor y de las virtudes guerreras del mismo.
LA COTIDIANIDAD DEL GUARANÍ
La unión entre el varón y la mujer no tenía un carácter sacramental entre los guaraníes. Era simplemente una forma institucional de ampliar los lazos de parentesco y de consolidar el sistema de reciprocidad productiva, económica y defensa. Por este motivo, entre los caciques la poligamia era de práctica común, ya que con ella ampliaban e incrementaban su poder político y económico.
El guaraní se refería a su lengua como el avañe’e, el habla de la persona o del hombre. El lenguaje era concebido como una fuerza creadora, capaz de transformar y hacer surgir realidades. Según la mitología guaraní, el mismo Ñamandu había creado el avañe’e cuando por medio de las "palabras almas" había creado el mundo.
Por su condición de agricultores, los guaraníes eran un pueblo básicamente vegetariano. La carne ocupaba un lugar secundario en la alimentación y dependía de la cacería de animales, aves silvestres y de la pesca. Consumían también el tambu, una larva que se desarrolla en los tallos de las palmeras. La producción agrícola era muy variada, destacándose el maíz (avati), la mandioca (mandi'o), el zapallo (kurapepê), el tabaco, la batata dulce (jety) y una gran variedad de porotos (kumanda). Otros productos eran obtenidos directamente del monte o selva, tal el caso de las hierbas medicinales, frutos como el guajabo (arasa), la piña o ananá (avakachi) y la yerba mate(ka'a).
El guaraní paraguayo
La lengua guaraní pertenece a la familia lingüística guaraní - tupí que comprende lenguas que se hablaban en la América precolonial por pueblos que vivían al este de la Cordillera de los Andes, desde el mar Caribe hasta el Río de la Plata y son habladas hoy en día tanto por poblaciones integradas a la sociedad de sus respectivos países como por etnias que preservan todavía sus culturas autóctonas: Paraguay, Norte Argentino, Bolivia y Brasil.
Se pueden diferenciar tres variedades de guaraní casi ininteligibles entre sí: el misionero o jesuítico; el tribal y el guaraní paraguayo.
El guaraní misionero se habló en el área y tiempo de influencia de las misiones jesuíticas, entre 1632 y 1767, despareciendo definitivamente para 1870, pero habiendo dejado importantes documentos escritos.
El guaraní tribal es hablado por cinco o seis etnias asentadas dentro del territorio paraguayo y limitadas geográficamente: Chiriguanos, Tapiete, Paî Tavyterâ, Avakatuete o Ava Chiripa, Mbya y Ache Guayaki.
El guaraní paraguayo es hablado por casi la totalidad de la población del país (94%), éste depende generalmente de la ubicación urbana o rural de los hablantes, siendo variable el grado de pureza y de riqueza del léxico. En los centros urbanos y principalmente en la capital se habla el jopara (mezcla de guaraní y español pero con estructura del guaraní) muchas veces considerado como tendencia hacia una tercera lengua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario